jueves, 29 de marzo de 2018

Constelaciones (Susanna Hislop. Catherina E. Koopman)

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Dicen ‒lo he oído en el programa Longitud de onda‒ que cada vez es menos negra la oscuridad de la noche en la atmósfera cercana; las luces recientes led realizan emisiones frías que inciden en ello en mayor medida que las anteriores y, al ser más económicas, aumentan en número. Genial. Por variar en las lecturas y tener entre las manos algo sugerente en texto e imágenes, cogí el otro día en la biblioteca un Atlas de las constelaciones, que cuenta con texto de Susanna Hislop e ilustraciones de Hannah Waldron.
Son numerosas y variadas las formas de interpretar las estrellas de los cielos. Cada civilización tiene las suyas, en las que refleja seres terrestres en la lejanía de la noche. A ello se suman las realizadas por la gente marinera cuando dejaron el cabotaje y se adentraron en las llanuras líquidas, y las que ha ido realizando la astronomía desde que comenzó a diseñar aparatos para observar más exhaustivamente. En total, una cantidad considerable de asterismos y constelaciones, creadas en buena medida por el capricho de quien mira. Según decía Berger (Y nuestros rostros, mi vida, breves como fotos), «aquellos que primero inventaron y más tarde nombraron las constelaciones fueron narradores. Las estrellas hilvanadas en esa línea [imaginaria] fueron como eventos que se suceden en una narración».
Partimos de aquel Math matik syntaxis de Ptolomeo, elaborado hacia el 150 a.n.e. (sobre observaciones de Hiparco de Nicea), en la que diseña 46 constelaciones pobladas por más de 1.000 estrellas, que recogen tradiciones occidentales desde Mesopotamia (libro que nos ha sido legado por la copia realizada en árabe, de ahí su nombre de Almagesto). A ello S. Hislop añade las más variadas leyendas y descubrimientos científicos, como la obra de Catherina Elisabetha Koopman (1647-1693), madre de los mapas lunares, que llegó a completar la obra de Johannes Hevelius (1611-1687), en cuyo estudio se quedó, y a cuya memoria corresponde el nombre del pequeño planeta 12625 Koopman, tan sencillo como aquella Leo minor que incluyo en Firmamentum Sobiescianum. (François Arago comentaba que fue «la primera mujer a la que no asustó afrontar las fatigas del cálculo y observación astronómicas»). Una delicia.
[Salud. A la espera de que la Vida ilumine el mapa de estrellas de quienes gobiernan la res publica].

jueves, 22 de marzo de 2018

Sálvese quien pueda. Suicidios

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Sálvese quien pueda es un texto memorialístico de la socióloga y antropóloga francesa Nicole Lapierre (1947), empleada como directora de investigación en el CNRS (Centre Nationale de la Recherche Scientifique). Precisamente una notable parte de su trabajo se ha centrado en recoger testimonios de personas judías llegadas a Francia durante el siglo XX, provenientes en la mayoría de los casos del Este europeo, de donde llegó su familia, en concreto de Lodz y Plock (Polonia). Su escritura evidencia una cultura variada, frutada aquí y allá con referencias y citas a la literatura o la filosofía.

De entrada, tiene el atractivo voyeur de las biografías, aunque en este caso no me resultaba sugerente el que se tratara de una familia acomodada, que encuentra la vida resuelta o facilitada por el dinero proveniente de sus negocios (a veces algo turbios), que les permite acceder a estudios o a ambientes bohemios de lujo, muy diferenciada de la masa judía europea. Pero, en el caso de Nicole Lapierre, hay dos elementos que varían este estatus: las dificultades generales que toda persona judía tuvo que afrontar en las décadas iniciales del siglo XX ante las olas de antisemitismo, agravadas con la ocupación alemana de Francia (en este caso), lo que también sucedió a la familia de la autora; y, en particular, el hecho de que su madre y su hermana mayor (y única) se suicidaran, ambas en una época semejante de su vida.

Curiosamente, la autora se ha dedicado a contar la vida de las/os demás y apenas había abordado el relato de la suya, lo cual es comprensible después de leer este libro (escrito en 2015). Huye de analizar y extraer conclusiones o plantear explicaciones a una decisión tan personal y libre (huyendo de Durkheim) como la de apagarse voluntariamente. Y mucho menos de juzgar, pues, siguiendo a Montaigne, «es difícil calibrar en qué momento exactamente estamos al final de nuestras esperanzas». No cree en las manoseadas “tendencias suicidas” de quienes conciben el acto desde la predestinación. Son intentos de dominar aquello que se nos escapa.
Prefiere la mirada de Jean Améry (1912-1978) que dos años antes de suicidarse escribió el Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria, traducido en 1998. (Por cierto, un estudiante le achacó: “¿por qué ha escrito un libro sobre el suicidio y no se ha suicidado?”; a lo que Améry respondió, irónico y lúcido: “paciencia”).
[Salud. A la espera de que la Vida resucite a quienes gobiernan la res publica].

jueves, 15 de marzo de 2018

Montse Watkins. Japón esencial

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Tiendo a quedarme sorprendido ante lo que desconozco. Y la experiencia me muestra repetidas veces que el deslumbramiento que tengo ante el brillo de lo novedoso suele impedirme calibrar la profundidad de lo que tengo ante los ojos por primera vez. Me ha ocurrido con un reportaje que incluía El Norte de Castilla el pasado sábado en el suplemento cultural sobre Japón. Las imágenes del exotismo del país del Sol Naciente, sus colores atraen sin duda y prolongan el idilio que tenemos desde Occidente hacia esa cultura. Pero ‒ahí viene el pero‒ descubro después que una notable parte de las personalidades que ahí se nos presentan como pioneras y posibilitadoras actuales de los textos que llegan a nuestras librerías, lo han hecho y lo hacen sin conocer el idioma japonés, por lo que traducen del inglés, fundamentalmente, y algo del francés.
De ahí que valore el trabajo de personas alejadas de la primera fila mediática y traiga a esta bitácora aMontse Watkins (1955-2000), periodista y escritora barcelonesa, que desarrolló una gran actividad en Japón desde 1985 hasta su muerte, conocedora de este idioma, del que se constituyó en abanderada de la traducción al español y, además, de la publicación de las mismas en su editorial Luna Books, activa desde 1990, trabajando con personas japonesas, tal Ota Masakuni (de Editorial Gendaikikakushitsu, relacionada con Iberoamérica y España), o con españolas radicadas allí, tal Elena Gallego Andrade, igualmente conocedoras del japonés, que trata de perpetuar ahora la memoria de su colega.
Montse Watkins, además, cumplía con otro de los rasgos que definen a una persona comprometida con su tiempo: se (pre)ocupó por conocer y mejorar la situación de quienes emigran desde América Latina a Japón en busca de trabajo (por lo general, descendientes de quienes habían salido de Japón en una generación anterior), y contribuyó a la fundación de CATLA (Comité de Apoyo a Trabajadores Latinoamericanos), organización que trata de resolver problemas y asistir a las necesidades de esta gente venida de fuera a una sociedad muy centrada en sí misma.
Todo ello lo descubro en Ensayos en homenaje a la traductora e investigadora Montse Watkins (editado en 2015 por el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Estudios Extranjeros de Kioto).
[Salud. A la Espera de que la Vida enseñe la traducción directa a quienes gobiernan la res publica].

viernes, 9 de marzo de 2018

Libros: Rosas Muros (de Lucía Sánchez Saornil)

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Buscando por la prensa histórica, he dado con un florilegio del libro para el 23 de abril de 1933 en La Voz de Aragón. Una de sus frases elogiosas estaba firmada por Luciano de San Saor: «Un libro es un milagro perenne que puede convertir en rosas las llagas de los leprosos». Y me dije ¡vaya! me suena. Así que me puse a rebuscar en el montón de fotocopias que se va acumulado en el estudio de casa sobre lectura bibliotecas libros… y ¡eureka! en una de la página 14 del número 99 de La Gaceta Literaria de 15 de febrero de 1931 está el artículo «El autor y ellector frente al libro», firmado por Luciano de San Saor, y en el sexto párrafo aparece la flor transcrita. Está precedida (en el quinto) por «Un libro es una azada que va removiendo nuestra arcilla, desmigándola y trabajándola para convertirla en tierra fértil». Y seguida (en el séptimo) por «Y una profunda intuición nos decía que un libro puede empujarnos violentamente del otro lado de las cosas, y encontrarnos de nuevo con una fórmula nueva de vida, con una inversión de valores que no habíamos sospechado».
El texto tiene miga, porque ese empuje violento y esa inversión de valores se estaba produciendo en una adolescente que se llamaba Lucía Sánchez Saornil (1895-1970, que utilizará el seudónimo de Luciano de San Saor). Ya desde niña tenía un «ardor literario insaciable», empleaba el escasísimo dinero de que disponía en libros de ocasión comprados en los polvorientos cuchitriles libreros de la calle de San Bernardo madrileña y adyacentes (que convivían con las meretrices). Y, en los años de inocencia, le llegaba la intuición de que su nimia biblioteca de hogar iba levantando un muro a las estrechas perspectivas domésticas, a lo que su familia y quienes la rodeaban esperaban de ella.
No decepcionó a su destino. Es una de las personalidades más significativas del siglo XX (aunque también una de las más desconocidas). Poeta ultraísta, no vamos aquí a defender su poesía, pero sí a señalar la transgresión que supuso. Luchadora por las mujeres, no era sufragista ni feminista sin sombrero, sino creyente en la cultura, en que las asociaciones de mujeres enseñarían a estas a saber lo que son (lejos del misticismo hacia los hombres), en librarla de la triple cadena: de la ignorancia, de hembra, de proletaria. De ahí surgió un potente movimiento llamado Mujeres Libres.
[Salud. A la espera de que la Vida remueva a quienes gobiernas la res publica].

sábado, 3 de marzo de 2018

Caroline. La modelo

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Estábamos el miércoles por el centro pisando la nieve y comenzó a llover, así que nos cobijamos en la biblioteca pública ‒acabábamos de tomar café‒, la que está junto al arroyo Vena. No recuerdo quién de nosotras propuso un juego: nos veríamos en la zona de viajes (que tiene unos sillones cómodos) con una novela que fuera de autor/a desconocido/a.  Quien trajese alguien de quien ya hubiéramos leído ese u otro libro, pagaría una prenda. Propuse que también entrara el ensayo, la poesía o el cómic, pero no hubo manera. Solo novela.

Jugaba con desventaja, así que me apliqué por entre las estanterías. Tuve alguna entre las manos, pero las deseché por motivos que no venían muy al caso con el entretenimiento: excesivamente voluminosos o de color nada atractivo en la cubierta. Me decanté por Franck Maubert (1955); no me sonaba de nada, a pesar de tener publicados en español títulos tan llamativos como El olor a sangre humana no se me quita de los ojos y, en francés, otros relacionados con la pintura ‒Le Paris de Lautrec y Maeght‒. Y tampoco me sonaba la obra elegida: La última modelo (2016). Diré que estuve también a punto de descartarla, pues ese adjetivo del título me resulta un signo de falta de imaginación.
Ha sido atinada la elección. Caroline (Yvonne-Marguerite Piraudeau) ha resultado ser la modelo amante de Alberto Giacometti (1901-1966), a la que estuvo unido los últimos años de su vida (sin separarse de su esposa, Annette Arm). El autor, Maubert, la encuentra 50 años después en la Costa Azul, todavía con fulgor en la mirada, y a través de sus palabras entreveradas de recuerdos ‒«siento algo más que nostalgia por Alberto»‒ va entrando en aspectos personales de la vida del artista, perfeccionista hasta donde pueda llegarse, con sensación constante de fracaso ‒obra significa imposibilidad‒, incluida la relación simbiótica que tiene con su hermano menor, Diego, y este con él. Caroline (con sus luces y sombras) será la única mujer que Alberto desee contemplar.
[Salud. A la espera de que la Vida enseñe que lo que  hacen es pintar monas quienes gobiernan la res publica].